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Ser de esquerda é não aceitar as injustiças, sejam elas quais forem, como um fato natural. É não calar diante da violação dos Direitos Humanos, em qualquer país e em qualquer momento. É questionar determinadas leis – porque a Justiça, muitas vezes, não anda de mãos dadas com o Direito; e entre um e outro, o homem de esquerda escolhe a justiça.
É ser guiado por uma permanente capacidade de se estarrecer e, com ela e por causa dela, não se acomodar, não se vender, não se deixar manipular ou seduzir pelo poder. É escolher o caminho mais justo, mesmo que seja cansativo demais, arriscado demais, distante demais. O homem de esquerda acredita que a vida pode e deve ser melhor e é isso, no fundo, que o move. Porque o homem de esquerda sabe que não é culpa do destino ou da vontade divina que um bilhão de pessoas, segundo dados da ONU, passe fome no mundo.
É caminhar junto aos marginalizados; é repartir aquilo que se tem e até mesmo aquilo que falta, sem sacrifício e sem estardalhaço. À direita, cabe a tarefa de dar o que sobra, em forma de esmola e de assistencialismo, com barulho e holofotes. Ser de esquerda é reconhecer no outro sua própria humanidade, principalmente quando o outro for completamente diferente. Os homens e mulheres de esquerda sabem que o destino de uma pessoa não deveria ser determinado por causa da raça, do gênero ou da religião.
Ser de esquerda é não se deixar seduzir pelo consumismo; é entender, como ensinou Milton Santos, que a felicidade está ancorada nos bens infinitos. É mergulhar, com alegria e inteireza, na luta por um mundo melhor e neste mergulho não se deixar contaminar pela arrogância, pelo rancor ou pela vaidade. É manter a coerência entre a palavra e a ação. É alimentar as dúvidas, para não cair no poço escuro das respostas fáceis, das certezas cômodas e caducas. Porém, o homem de esquerda não faz da dúvida o álibi para a indiferença. Ele nunca é indiferente. Ser de esquerda é saber que este “mundo melhor e possível” não se fará de punhos cerrados nem com gritos de guerra, mas será construído no dia-a-dia, nas pequenas e grandes obras e que, muitas vezes, é preciso comprar batalhas longas e desgastantes. Ser de esquerda é, na batalha, não usar os métodos do inimigo.
Fernando Evangelista

domingo, outubro 16, 2011

A superpresidenta Dilma: quem manda é ela

REPORTAJE: SUPERPRESIDENTA DILMA
Manda ella
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ

Tras un año en el poder, la presidenta de Brasil despide a ministros implicados en casos de corrupción, batalla contra sueldos demasiado elevados de los altos cargos y lucha por una reforma seria de la Administración. Su liderazgo se ha acrecentado y nadie le ve alternativa

Dilma Rousseff era un misterio, incluso para muchos de quienes la votaron como presidenta de Brasil hace un año. La mayoría pensaba que era una creación de su predecesor, el gran Luiz Inácio Lula da Silva, y que su imagen, poco sentimental y nada sonriente, ocultaba a una simple gestora, que tendría que pedir ayuda para mantenerse en el poder. Han pasado solo 10 meses desde que tomó posesión y Dilma, como se la conoce popularmente, ha conseguido algo que parecía imposible: sin cambiar su estilo, serio y nada complaciente, disfruta de un 71% de popularidad y nadie, ni dentro ni fuera, tiene la menor duda sobre quién manda en Brasil.

La presidenta no ha dulcificado su imagen ni su manera de trabajar, frente a quienes le advertían de que la sociedad brasileña valoraba sobre todo el carisma y la proximidad de sus líderes. Dilma sigue teniendo fama de genio fuerte, de exigir un trabajo extenuante a sus colaboradores, de callarles con una mirada y de gustarle muy poco las fotos en familia. Y, sin embargo, la biografía de Dilma Rousseff, que cumplirá 64 años en diciembre, siempre ofrece sorpresas. Por ejemplo, se ha llevado a su madre, la "verdadera Dilma", como se llama a sí misma, una mujer de 86 años, y a la hermana de su madre, la tía Arilda, de otros tantos, a vivir con ella en la residencia oficial de Planalto, como haría cualquiera de los millones de mujeres que se hacen cargo de sus parientes mayores, tengan o no hermanos, y tengan o no mucho trabajo.

La presidenta brasileña llega habitualmente a su despacho a las 9.15 y se va pasadas las nueve de la noche, pero los fines de semana, siempre que puede, se va a Porto Alegre, a ver a su única hija, Paula, y a su único nieto. Gabriel, un simpático rubito de 10 meses, apareció junto a su abuela el pasado 7 de septiembre durante el desfile del Día de la Independencia, que ella presidía por primera vez, pero no hay disponibles más que unas pocas fotos de agencia. En muchas ocasiones, Dilma coincide en Porto Alegre con el padre de Paula, su segundo marido, el gran amor de su vida, al que puso en la calle el día que descubrió que estaba esperando un hijo con otra mujer, pero con el que, con el paso de los años, ha vuelto a reanudar una buena amistad.

Algunas de las personas que asistieron al mismo desfile del Día de la Independencia profirieron gritos contra la corrupción y, en pequeños grupos, se lanzaron a lavar, con agua y jabón, las entradas de los cercanos ministerios. Pero los gritos no iban contra Dilma Rousseff, sino que eran, por el contrario, manifestaciones de aliento para la presidenta. Uno de los elementos que comienza a caracterizar el mandato de Dilma Rousseff es, precisamente, la lucha contra la corrupción a altos niveles. En menos de 10 meses, cuatro ministros de su Gobierno, implicados en casos de corrupción, han tenido que dejar sus cargos. "La presidenta no hace nada para proteger a los acusados de corrupción, como podía pasar antes. Les deja caer sin pestañear", asegura un diplomático brasileño, que no oculta su admiración.

Dejar caer al ministro Palocci, un gran amigo de Lula, que la había acompañado durante toda la campaña, fue complicado. Pero todavía más sustituirlo por alguien poco conocido, una mujer, la senadora Gleisi Hoffmann, de 48 años, con fama de ser tan dura y seria como ella misma. Tampoco fue fácil enseñarle la puerta de salida a ministros que pertenecen a otros partidos, que forman parte de la coalición de gobierno y que son imprescindibles para la buena marcha de la legislatura. En esos otros casos, Dilma no tuvo más remedio que dejar en manos de los propios partidos los nombres de los sucesores. "¿Por qué Dilma, de cuya integridad y entereza nadie duda, se somete a esa clase de juego? Porque así se juega la política en Brasil", escribió el periodista Eric Nepomuceno. Dilma Rousseff necesita el apoyo no solo de su partido (el Partido de los Trabajadores, PT) sino también, y sobre todo, del Partido Movimiento Democrático Brasileño, el famoso PMDB, donde muchos sitúan un importante foco de corrupción.

La gran pregunta que se formulan hoy muchos brasileños es si la presidenta seguirá adelante con esa limpieza. Ella explicó en una ocasión el sentido de esa lucha, que no es solo ético, sino también pragmático: "Tenemos que responder a las demandas de un país emergente profesionalizando el servicio público, promoviendo a las personas de acuerdo con su mérito". "Ningún país ha alcanzado un elevado nivel de desarrollo sin reformar el servicio público", insistió recientemente. En Brasil, todo el mundo sabe que esa reforma pasa necesariamente por bajar los niveles de corrupción y la gran mayoría apoya los pasos que va dando en ese camino, entre ellos, la batalla que acaba de lanzar contra los supersalarios de políticos y altos funcionarios, que pueden superar los 25.000 euros mensuales en un país donde un salario normal ronda los 300 euros.

Dentro de esta línea se puede inscribir su resistencia total a cualquier proyecto que pretenda reglamentar desde el poder el control de los medios de comunicación. En el 4º congreso de su partido, el PT, el pasado mes de septiembre, hubo serios intentos de promover una ley "para la reglamentación social de los medios", inspirada en otras leyes que han ido surgiendo en los últimos tiempos en la vecina Argentina y en otros países latinoamericanos. "No conozco otro control de los medios que el control remoto de la televisión", zanjó la presidenta.

En solo 10 meses, Dilma Rousseff ha introducido bastantes cambios, muchos de ellos discretos, con su habitual estilo serio y, a veces, incluso hosco. Ya nadie recuerda que la noche de su victoria electoral prácticamente todos los medios brasileños hablaron de "la victoria de Lula", ignorando a la propia vencedora. La única elegante fue Marina Silva, la exministra que dirige el movimiento ecologista, que la saludó como "la presidenta de todos los brasileños" y le deseó suerte. "Es seguro que Dilma no habría podido ganar las elecciones sin el apoyo, militante y entregado, de Lula, pero también lo es que para gobernar Brasil no basta solo con ese apoyo. Hace falta mucho más", reconoce un miembro de su Gabinete.

Si bien es cierto que Dilma Rousseff no ha cambiado de carácter según subía los peldaños del poder, también lo es que su aspecto físico ha sufrido una notable transformación, sobre todo a raíz de padecer un cáncer linfático, felizmente superado. Las fotos demuestran que la presidenta brasileña lleva un corte de pelo mucho más moderno del que lucía hace unos pocos años, de un color algo más claro; que ha corregido su fuerte miopía para suprimir las grandes gafas de su juventud, y que, como muchas compatriotas, ha recurrido a la cirugía estética para eliminar arrugas y ojeras. Tomó posesión vestida de blanco y ahora frecuenta trajes de chaqueta de corte formal, pero de vivos colores.

"No es fácil ser la primera mujer en dirigir tu país. No es fácil gobernar un país emergente, más difícil todavía si es un país tan enorme y globalmente relevante como Brasil. Brasil está viviendo un momento único, una gran oportunidad que requiere un líder con experiencia sólida y firmes ideas. Dilma ofrece precisamente esa virtuosa combinación. Y además es una mujer valiente, que se enfrentó a una dictadura militar y que dedicó su vida a construir una alternativa democrática", comenta Michelle Bachelet, otra mujer que fue presidenta de su país, Chile, y que alcanzó también índices de popularidad equivalentes a los de su colega brasileña.

Es bien sabido que la sorprendente biografía de Dilma Rousseff incluye en su juventud una etapa como miembro de un grupo armado, lo que la llevó a ser detenida y torturada y a permanecer más de dos años en la cárcel. Curiosamente, son los dos únicos presidentes latinoamericanos en ejercicio que han pasado por una experiencia semejante, Dilma Rousseff y el uruguayo José Mujica, exdirigente de los tupamaros, quienes mejor aceptan que los movimientos armados latinoamericanos cometieron graves errores, reivindicando, al mismo tiempo, a aquellos de sus compañeros que perdieron la vida en los años de plomo.

Los dos presidentes, al igual que la propia Michelle Bachelet, que no fue guerrillera, pero que también fue detenida y torturada, han renunciado a impulsar la revisión de las leyes de amnistía que, en los tres países, amparan a los responsables de la dictadura y que provocan las criticas de organizaciones de defensa de los derechos humanos. Tanto la presidenta brasileña como Mujica defienden en su lugar la creación de comisiones de la verdad, como la que se acaba de abrir en Brasil, que establezcan los terribles hechos de la dictadura y ayuden a descubrir el destino de los desaparecidos.

La independencia de Dilma Rousseff es uno de los rasgos que más apoyo están logrando, incluso en algunos sectores de la oposición, bastante descompuesta tras el fracaso de José Serra como candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). La presidenta ha hecho públicamente algunos gestos de reconocimiento del expresidente Fernando Henrique Cardoso, que ahora no oculta su interés por su trabajo. Dilma ha propiciado un mayor acercamiento en las siempre problemáticas relaciones con Estados Unidos, cambiando la política respecto a Irán, ha aceptado un recorte presupuestario de 50.000 millones de dólares nada más tomar posesión y ha parado el "contrato del siglo" para la renovación de la fuerza aérea, un proyecto muy cercano a Lula. Todo ello sin que se resquebraje su extraordinaria relación personal con su mentor, que está cumpliendo lo que prometió y desarrolla una intenta actividad internacional, lejos de los asuntos internos. "La amistad y comprensión entre los dos es real y muy profunda. Pueden discrepar en ocasiones, pero Lula siempre la respaldará y Dilma siempre le admirará y le respetará", asegura un representante de Itamaraty.

Quienes la rodean afirman que es consciente del enorme poder que tiene como presidenta de la República y que no tiene grandes problemas para ejercerlo. Defiende la intervención del Estado en la economía y la continuidad de los planes sociales para lograr arrancar de la miseria a los millones de brasileños que todavía no han conseguido saltar a la pequeña clase media. La demostración de ese poder tendrá su hora de la verdad cuando haya que fiscalizar el desarrollo de las enormes obras que se llevan a cabo para el Mundial de fútbol de 2014 y para los Juegos Olímpicos de 2016, que se celebrarán, por primera vez en la historia, en Río de Janeiro. Para entonces deberá haber revalidado su mandato en unas nuevas elecciones. Si todo sigue como ahora, nadie dudará de quién será la candidata. -

*esquerdopata

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